TOMA DE CONCIENCIA DE UNA HISTORIA EMPEZADA "HACE MIL AÑOS"

Pronunciada primero, luego escrita, la palabra pasó de boca en boca, siguió de mano en mano, de cera en pergamino, de papel en papel, de tinta en tinta... ( ...)" yo la recojo..." ( "La palabra" de Ángel González)

martes, 6 de febrero de 2018

LA NOVELA ESPAÑOLA DE 1939 A 1974




La Guerra Civil y el establecimiento de la dictadura de Franco supusieron un corte cruento en la
historia de España y, por supuesto, en su vida cultural. La purga de los disidentes (con el exilio, que
vivió la mayoría de los intelectuales de entonces, y con la represión interior) duró décadas. Todas las
manifestaciones culturales se vieron afectadas directamente por la imposición de la ideología única,
que abarcaba no sólo lo político, sino también lo moral, lo religioso, las costumbres. Sufrieron, en
definitiva, unas constricciones y un empobrecimiento que contrastan dramáticamente con la efervescencia creativa de los años anteriores a la guerra.
El régimen de Franco, de todos modos, no se mantuvo siempre igual. Así, después del aislamiento
que vivió al acabar la II Guerra Mundial, se produjo una leve apertura a fines de los años 50 (por los
acuerdos con EEUU y el Vaticano) y, algo más acusada, en los años 60, en que comenzaron el
“desarrollo económico” y el auge del turismo.

Hablando ya de literatura, en el género narrativo hay que empezar mencionando que los
mejores entre los jóvenes que estaban ya publicando antes de 1936 tuvieron que exiliarse, y fue en sus respectivos lugares de exilio donde siguieron desarrollando su importante obra narrativa, que no
pudo ser conocida en España hasta mucho después.
Aun con su variedad temática y estilística, comparten el hecho de que presentan, en algunas de sus novelas, la España del periodo bélico o prebélico. Destacan entre ellos Francisco Ayala (autor de Muertes de perro o El fondo del vaso), Rosa Chacel (con Barrio de Maravillas o Memorias de Leticia Valle), Ramón J. Sender (Crónica del Alba, Réquiem por un campesino español) y Max Aub (El laberinto mágico).

En España, los años cuarenta estuvieron dominados por un tipo de narración que, aunque utilizaba los procedimientos ya trillados del realismo, se apartaba de la realidad que se vivía entonces, cuya dureza era oficialmente soslayada, y la sustituía por una visión triunfalista, exultante, que respondía a los valores del nuevo régimen. Así se veía en las obras de autores como Rafael García Serrano (La fiel infantería) o el primer Torrente Ballester (Javier Mariño), o, de forma más moderada, en autores de un realismo tradicionalista como J.A. Zunzunegui (La úlcera) o Ignacio Agustí (Mariona Rebull).



En contraste con ese panorama, a partir de 1942 se publican algunas obras que expresan diversas
formas de malestar, mostrando personajes perdidos, sin norte, futuro ni ilusión, desasidos de un mundo que los trata con indiferencia o con crueldad. Se trata
de un tipo de novela que puede llamarse “existencial”, por la visión del ser humano que ofrece.
La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, fue la primera de estas obras. Es más, con ella
nació una forma extrema de la novela existencial a la que se llamó “tremendismo”, que elegía escenarios y situaciones especialmentee crudos, violentos, denigrantes o desagradables. En esta novela, supuesta autobiografía de un condenado a muerte por asesinato, Cela rescataba procedimientos típicos de la novela picaresca.



Otra de las novelas destacadas de la orientación existencial fue Nada (1945), por la que Carmen
Laforet, a los diecinueve años, obtuvo el recién creado premio Nadal, que desde entonces estimuló la
narrativa que se alejaba de los moldes oficiales. En Nada, se mostraba la vida sin ilusión de una adolescente huérfana, encerrada en el seno agobiante de una familia venida a menos, en la Barcelona de posguerra.





También se inicia con una novela de tono existencial (La sombra del ciprés es alargada, 1947)
Miguel Delibes, que, evolucionando en las décadas siguientes, vino a ser, junto a Cela, uno de los
narradores fundamentales del periodo, con un mundo narrativo centrado en el campo castellano y los
ambientes de la burguesía provinciana.



En los años 50 aparece y se desarrolla un nuevo tipo de narración: el realismo social. Fue el modo de creación seguido por escritores que, influidos, entre otras cosas, por las ideas de J.P. Sartre y por el neorrealismo italiano, y a falta de cauces políticos para quejarse y transformar la sociedad, consideraron que la novela (y, en general, la literatura) podía servir como arma de denuncia de algunos de los males de la sociedad, y como instrumento de concienciación, para transformarla, de las clases populares.

Los autores de esta tendencia pretendieron, pues, reflejar de forma crítica la sociedad española de
la época. Sin recurrir a las exageraciones del tremendismo, y saliendo del malestar individual del existencialismo, pretendían mostrar las cosas objetivamente, pero seleccionándolas y presentándolas de tal modo que ellas mismas se revelasen intolerables (no de otro modo se podría sortear la censura). Para esto, se recurrió a algunos procedimientos narrativos innovadores que, sin embargo, se repitieron hasta la saciedad.

El protagonista era colectivo: lo típico era presentar multitud de personajes, a menudo representativos
de grupos sociales determinados, cuyas historias se entrecruzaban. El tiempo era breve: más que peripecia, se pretendía mostrar situaciones reveladoras de la vida cotidiana. Respecto a ambientes y
temas, aparecían el campo, el trabajo (en una mina, en el mar, en una central eléctrica…), los suburbios de la gran ciudad… El narrador solía ser objetivo, y el estilo, por fin, sencillo y directo, para poder ser entendido sin dificultad hasta por un público no habituado a la lectura.
Fue el mismo C.J. Cela el que, con La colmena, de 1951, abrió este camino, que siguieron muchos autores a lo largo de la década. En esta obra se muestra el discurrir, a la vez anodino, rancio y
opresivo, de la vida en el Madrid (la “colmena”) de 1942, mediante los sucesos, desmenuzados y entrecruzados, vividos en pocos días por numerosos personajes.


Delibes pasa también por un periodo “social” (con Las ratas, por ejemplo), pero los autores más
destacados de esta tendencia, fueron los que constituyeron la llamada “generación del medio siglo”, en la que se incluyen Rafael Sánchez Ferlosio, con El Jarama, paradigma de novela objetivista; Carmen Martín Gaite (Entre visillos); Juan Goytisolo (La resaca); José Manuel Caballero Bonald (Dos días de Septiembre), Ignacio Aldecoa El fulgor y la sangre), Juan García Hortelano
(Tormenta de verano), Jesús Fernández Santos (Los bravos); Antonio Ferres (La piqueta) o Armando
López Salinas (La mina).

En los años sesenta tuvo lugar una renovación muy significativa en las formas y los temas narrativos: la de la novela experimental. A ello contribuyeron, en primer lugar, la evolución del régimen franquista y la sociedad española, en los que se apreció una progresiva apertura al extranjero y una cierta relajación de la censura. Pero también indujo al cambio el cansancio de la fórmula y los temas del realismo social, así como la sensación de inutilidad de su denuncia. Avanzada la década, el “boom” de la narrativa hispanoamericana acabó de impulsar la experimentación.

El comienzo de la renovación suele fecharse en 1962, con la publicación de Tiempo de silencio,
novela única de Luis Martín-Santos. En ella, y tomando como modelo Ulises, del irlandés James
Joyce, utilizaba una gran variedad de procedimientos narrativos, perspectivas y estilos, incluyendo la llamada “corriente de conciencia”, forma de monólogo interior cuyo desorden refleja el discurrir libre del pensamiento. Si bien tenía cierto contenido social, la obra ampliaba el campo temático habitual entonces, pues lo fundamental era, aparte de lo estético, la profundización en la psicología de los personajes y, con ella, la reflexión sobre los conflictos morales que entraña cualquier decisión.

Tras Tiempo de silencio, hubo una progresiva incorporación a la experimentación, a lo que podríamos llamar “neovanguardismo”, que no consistía sino en indagar en nuevos procedimientos, apartándose de los moldes ya conocidos y aprovechando, eso sí, los modos ya introducidos por grandes autores extranjeros que, hasta entonces, apenas se habían conocido en España. De ellos, y además de J. Joyce, hay que destacar a F. Kafka, M. Proust o W. Faulkner. Lo experimental llegó hasta tal punto, especialmente ya en la década de los setenta, que se llegó a hablar de la “muerte de la novela”, como si se hubiesen traspasado del todo los límites del género.

Entre las novedades que fueron apareciendo en estas novelas, cabe destacar las siguientes:

- Juegos de estructura, aún más complejos que el caleidoscopio de la novela social.
- Mezcla de narradores y, por tanto, de perspectivas.
- Inmersión en la mente de los personajes, hasta el punto de que se llegan a componer obras en las que no hay personajes, sino sólo el discurrir de una conciencia que transmite sensaciones o pensamientos.
- Se incorporan, como collage, materiales previos (fotos, noticias, citas…),
- Se utilizan sistemas de puntuación contrarios a las normas (o, incluso, se escribe sin puntuación).
- Se emplean procedimientos tipográficos que añaden un componente plástico a la obra.

Quienes se adentraron en esta vía fueron, en primer lugar, autores de la generación del medio
siglo. A ella pertenecía Luis Martín-Santos, y también Juan Benet (autor de Volverás a Región,
1967) y Juan Marsé (con Últimas tardes con Teresa, 1966), dos autores de primer orden que
crearon mundos muy personales, a los que se fueron sumando casi todos los demás: Juan Goytisolo
(Señas de identidad, Reivindicación del conde don Julián), Luis Goytisolo (Recuento), J.M. Caballero Bonald (Ágata, ojo de gato), Carmen Martín Gaite (Retahílas).

También se adentraron por la experimentación los mayores, como Cela (Oficio de tinieblas 5),
Delibes (Cinco horas con Mario) o Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J.B.). Y para
terminar, los autores más jóvenes se incorporaron casi sin excepción a ella, de modo que, en los últimos años del franquismo, ya en los setenta, se dio el periodo de mayor profusión y riesgo en la creación experimental, con unas obras que exigían de los lectores una participación activa, que desentrañase lo que, muchas veces, eran textos voluntariamente enmarañados u oscuros. Algunos títulos de la época, aparte de los ya mencionados, pueden dar idea de ello: El mercurio (José Mª Guelbenzu), Escuela de mandarines (Miguel Espinosa),  o Crónica de la nada hecha pedazos (Juan Cruz Ruiz).

El experimentalismo aún se mantuvo vivo después de la muerte de Franco, en 1975, pero en ese mismo año se publicó una novela (La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza) que anticipaba el retorno a una narrativa de lectura más fácil, que daría nuevamente importancia a la intriga argumental.  Y de esta forma nos vamos acercando al fin de la dictadura y la restauración de La Monarquía que supondrá un nuevo periodo en nuestra narrativa.

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